En tu respiración sigo la
angustia del crimen
y caes en la red que tiende el
sueño
Guardas el nombre de tu cómplice
en los ojos
pero encuentro tus párpados más
duros que el silencio
Xavier
Villaurrutia
Para soñar no bastan los recuerdos. El inconsciente debe alimentarse escrupulosamente,
antes y durante el sueño, con estímulos y deseos reprimidos; pero las
pesadillas me han abandonado desde tu muerte y un dormir sin sueños, una tabla
de ébano sin recuerdos, una laguna de aceite quemado, transcurre sin novedad de
la noche al día. Despierto para dialogar contigo en la tumba cerebral de mis
memorias, buscando la otra orilla, la del olvido o la expiación. Por eso, de
los dos hombres que soy, hablará el consciente, el de la vigilia.
¿Qué
me queda de ti, Gabriela? Dos imágenes fragmentarias y un recorte de periódico.
Una de ellas es una instantánea rota, en que se ve parte de tu rostro fuera de
foco; el fondo es azul, acaso una vista marina.
La
otra, es la fotografía de tu cadáver que apareció en el diario; el pie de foto
solicitaba la colaboración de los lectores para determinar tu identidad. Casi
no eres tú, apenas una manzana podrida en la plancha de la morgue.
El
recorte lo hice con las manos, luego de leer la nota; es un pedazo de papel
insignificante, una historia más, entre las muchas del diario. Me sentía
desconcertado y tal vez culpable de lo ocurrido; sin embargo no identifiqué tus
despojos, como nadie lo hizo: el temor de verme envuelto en este asunto de nota
roja me impidió apartarte de la fosa común. Ahora tengo a la vista tu último
retrato y me siento obligado a arriesgar una explicación que, más que resolver
tu crimen, intenta justificarme conmigo mismo.
En la ventana se recorta oblicuamente la sombra del
edificio vecino -símbolo fálico- donde hace tiempo vivieras; en esencia, la
idea de mudarme a esta casa estuvo determinada por nostalgia compulsiva. Eras
una adolescente casi niña y mi condiscípula; habías llegado intempestivamente
al salón de clases, a varios días de empezado el curso. No me pareciste
diferente a las demás compañeras, o no se habían hecho conscientes en mí
algunos deseos primordiales. Sin embargo, el trato continuo hizo que me fuera
interesando por la jovencita delgada y tal vez ingenua de entonces. Nos hicimos
una suerte de amigos íntimos que perdían el tiempo en una banca del parque, a
escondidas de tus padres.
No
toda nuestra relación se había de llevar en el terreno contemplativo de los
primeros días; una educación represiva altera algunos aspectos de nuestra
conciencia, pero no suprime necesidades vitales. En ocasión de un baile escolar
terminamos abrazados en un extremo de la pista. Más por un acto imitativo que
por auténtico deseo, te llevé a un lugar apartado, una especie de bodega, en
que algunas cajas de embalaje, distribuidas al azar, simulaban muebles,
pasillos o puertas.
Sentada
en algo que parecía una cama formada con cajones de madera y cobertores,
fingiste saber lo que hacías al cerrar los ojos y atraerme hacia tu cuello. Nos
besamos largo rato, hasta que oímos una pareja detrás de nosotros, agitándose
sobre el piso; como nos ocultamos tras algunas cajas; sólo nos eran visibles
los dos pares de piernas entrelazadas y parte de la ropa desperdigada. Por fin,
sus músculos se contrajeron entre gemidos.
Al
quedar a solas volvimos a besarnos; con gran cuidado hice que te recostaras en
el suelo. Recorrí tu cuerpo con las manos, sin encontrar resistencia: los senos
apenas se insinuaban en el brasier casi vacío. El dolor de la penetración te
hizo gritar; estabas asustada por tu sangre, mientras yo no acertaba a hacer
nada, ni siquiera sabía qué pasaba. Escuché asustado tu llanto de ardilla;
cuando al fin te repusiste, partimos hacia tu casa.
Aparentemente
nadie lo supo. Quedó entre nosotros como un recuerdo frustrante que nos unía
aún más.
Esa noche soñé que orinaba sangre, un grueso chorro
de sangre que me producía intenso dolor; desperté algo alterado y al volver a
dormir vi que, muerta, me mirabas angustiada desde un ataúd: comencé a llorar,
hasta ver mis manos rojas, cubiertas de sangre.
Cuando
te lo conté me referiste tu sueño: habías sido cornada por un toro y yo curaba
tu herida. Desde ese momento no sólo compartimos nuestras horas de vigilia,
sino también las de descanso.
A falta de fuente documental mejor, le pregunté a mi
abuela qué significan los
sueños. Entonces aprendí que cuando se sueña agua sucia habrá enfermedad, pero
si es agua limpia sobrevendrá llanto; que una boda significa muerte, y si es
uno mismo quien se casa, el muerto será de la familia. Y que soñar un ferrocarril
presagia nuestra propia muerte.
Muy
a pesar mío, no podía conciliar la deprimente impresión que me causó el
episodio con la mitología sexual, gozosa y prepotente, que se desprendía de las
charlas y bromas escolares.
Por
mi parte, traté de aprovechar una plática con mis compañeros para averiguar el
porqué de aquella sangre, atribuyendo el hecho a un primo totalmente
inverosímil, con el resultado de que todos se rieran. "Así es la primera
vez -dijo uno de ellos por toda explicación-; las mujeres sangran cuando las
desquintan". No hice ningún comentario y dejé que la plática siguiera su
curso. Me despedí de ellos sin levantar la vista, con apenas un gesto.
De niño, veía mi existencia dividida por el sueño y me empeñaba en descubrir qué sucede
en el instante en que queda uno dormido; lo entendía como un cambio súbito que
me tomaba por sorpresa y me hacía cruzar de uno a otro extremo de la noche.
Supuse,
incluso, que en ese momento se encontraba la clave de los sueños. Había
imaginado una suerte de simetría, según la cual un mundo de soñantes reflejaba,
en forma distorsionada, lo que ocurre en el mundo de las personas despiertas.
Si bien yo imaginaba dos lugares, dos espacios físicos, esa explicación
infantil no era menos tonta que creer que se trata de mensajes divinos o
premoniciones.
Cuando
volvimos a encontrarnos te tomé de la mano y caminamos buscando la protección
de un callejón. Llorabas cabizbaja y yo te besaba el cabello. "A pesar de
todo, te quiero", dijiste, tratando de que me sintiera culpable.
Besándonos torpemente, como la primera vez, nos abrazamos, no por deseo, sino
por un sentimiento de soledad irreparable.
Sorteando
la plaza crepuscular llegamos a tu departamento; nadie, fuera de una criada
indiferente, se encontraba allí. En la habitación, rodamos por la cama y volví
a acariciar tus senos puntiagudos, que me sugirieron pequeños cerros:
permaneciste inmóvil mientras te bajaba las pantaletas. Pasé la mano entre tus
labios mayores, pero protestaste en voz baja. "No, por ahí no, porque duele".
Te
puse bocabajo y coloqué mi miembro entre tus nalgas, sin penetrar tu recto; tus
movimientos frenéticos me hicieron entender que estabas masturbándote. Después
te sentaste en mi vientre, balancéandote largo rato, hasta que acabé por
eyacular. "Cochino", dijiste con tono de falso reproche,
felicitándome a la vez por mi primera eyaculación. Habían pasado apenas unos
minutos, pero ya no nos distinguíamos de las demás sombras del cuarto. Salí del
departamento con una gran sonrisa y a la vez con la sensación de ser observado.
Al llegar a mi casa caí en la cuenta de que tenía manchada la bragueta con un
tenue rastro de semen.
Durante ese año fuiste mi amante, e invariablemente hicimos el amor sin que te penetrara.
Esperábamos que tus padres se ausentaran, subíamos a tu cuarto a oscuras e
iniciábamos nuestro ritual. Tallaba mi pene en tu trasero hasta eyacular. En
tanto, te frotabas la vulva casi lampiña con el dedo o con el dorso de la mano.
Esa
prohibición de penetrarte alimentaba mi deseo y me llenaba de sueños en que
escalaba una montaña, pero, al llegar a la cima, advertía que el cráter aún
quedaba sobre mi cabeza.
Una
vez estuvo a punto de sorprendernos tu madre. Recuerda: habíamos terminado de
hacer el amor y salí desaprensivamente al pasillo. Ella, a quien apenas
conocía, miraba por la ventana que daba a la calle. Cuando la vi me asusté y
quise regresar al cuarto, pero volteó hacia mí e igualmente se asustó. Me
despedí con premura, bajé las escaleras y volví a la calle. Si ella hubiera
entrado en la recámara oscura te hubiera encontrado limpiándote el semen de tu
ano; no reparó en este hecho, no pudo darse cuenta de esta anormalidad. Yo te
lo comenté brevemente, pero nunca creíste que hubiera peligro.
Creo
que quien sospechaba era la sirvienta. Sonreía cada vez que llegábamos a la
casa y espiaba el momento en que me iba. Una vez, en tu ausencia, me pidió que
la besara: estaba recostada en un sillón, con la cabeza reclinada en el
respaldo. Ella no era ninguna niña: tenía unos senos rotundos, algo oprimidos
dentro del vestido. Dirigía hacia mí sus piernas macizas, morenas, hermosamente
torneadas; su rostro, en cambio, era algo gordinflón y de pómulos prominentes.
La besé por curiosidad y por estar cerca de sus senos. Los apreté a dos manos y
descubrí con sorpresa que no eran duros, sino que cedían mansamente a mis
apretones. Bajaste la escalera a grandes zancadas y eso la hizo soltarme de su
doble abrazo.
Volvimos
a besarnos un par de ocasiones, pero jamás pasamos de ahí; los cambios de
servidumbre la hicieron salir rápidamente de escena. Esa fue mi única pequeña
infidelidad; como ves, algo sin importancia.
Concluimos el curso y nos separamos por primera vez. Reunidos en nuestro parque,
reflexionamos en silencio. Te propuse dejar de vernos; contrariamente a lo que
esperaba, aceptaste de buena gana, lo que sin duda me afectó. Dijiste que
tenías miedo, que no estaba bien lo que hacíamos, que las pesadillas te
acosaban, junto con un persistente dolor de cabeza.
Íbamos en el camión. Un hombre enjuto y
sin cabeza subió a pedir limosna. No llevaba camisa ni zapatos: sólo un
pantalón de mezclilla. Yo pensaba: "Bueno, y para qué quiere este hombre
el dinero si no puede comer ni ver nada". Para mí era como un manco o como
cualquier otro limosnero. Entonces yo te daba una moneda y te decía:
"dásela por favor, porque a mí me da mucho miedo".
Te
abracé a manera de despedida, sin besarte. Para poner orden en mis
pensamientos, caminé por un solar inmenso, al pie de una carretera que ya no
existe; vivíamos a orillas de la ciudad, en un suburbio que actualmente rodean
varios bulevares.
Un
camino atravesaba el baldío; a su vera, se encontraba un caballo muerto, con el
vientre hinchado y las patas anormalmente estiradas: en su cabeza, de bruces
abiertas, comía despreocupadamente un zopilote, mientras otros dos hurgaban en
las mataduras del animal. Regresé a casa cuando anochecía y, no sin problemas,
concilié el sueño.
En mi recámara, completamente fuera de mí, hablaba
con la vista fija en el suelo; confesaba catárticamente lo que había pasado
entre nosotros, como si tratara de expiar alguna culpa. En la cama, recargado
contra la cabecera, se encontraba mi padre, escuchándome inmóvil, como muerto,
con el cuello cubierto de arañas.
Cuando volteé a verlo, me sentí más solo que nunca.
Bajé nuevamente la cabeza; algunos gusanos parecían huir de mi vista, mientras
otros se trenzaban apareándose. Salí de la habitación y me encontré en una
calle atestada, sintiendo una asfixia que me llevó a tropezar con un par de
personas.
Entré a un expendio de carne y pedí un bistec; la
carnicería estaba muy mal iluminada, casi a oscuras, de manera que no vi quién
puso en mis manos el trozo de carne; sólo aprecié en las sombras que el
tablajero cortaba la trompa de un cochino con una pequeña hacha. Tú descansabas
en una banca, distraída, mientras tocabas uno de tus pies descalzos.
Regresé a la calle tratando de huir y casi chocando
con un puesto de periódicos; en la portada de un semanario de nota roja
aparecía un hombre ahorcado. Me acerqué a verlo: desde la fotografía, éste me
miraba con burla. Entonces advertí en mi cuello un yugo de madera carcomida. Un
instante después la gente se abría a mi paso, mientras yo trataba de quitarme
el yugo que me asfixiaba. "Quítenmelo, por favor", decía, al tiempo
que despertaba, ahogándome con mi saliva y buscando desesperadamente el
apagador de la lámpara.
Varios
días después pasé por el solar. Los zopilotes habían cumplido su labor con
precisión: el cuerpo del caballo era una enorme caja de resonancia para un
enjambre de moscas.
Con el fin de clases (aunque no a causa de éste) mi familia cambió de barrio; al
modificarse costumbres y amistades, tu recuerdo se fue diluyendo. En los años
siguientes supe de ti por referencias, por compañeros de clase encontrados
ocasionalmente, y con quienes mantenía alguna amistad.
A
medida que fui relacionándome con mujeres, descubrí que padecía una
cuasi-impotencia: salvo cuando estaba muy excitado o bajo la influencia del
alcohol, me costaba un enorme trabajo tener relaciones sexuales. Siempre que
oía hablar de ti pensaba lo que estarías pasando. Imaginaba que acaso tuvieras
problemas semejantes a los míos. Me sentía culpable, aún sin saber de qué.
Esta
forma caprichosa de impotencia se manifestaba de varias maneras: la más
benigna, cuando eyaculaba sin ningún placer. Simplemente no sentía nada,
soltaba mi esperma como si orinara. A veces, en cambio, no lograba eyacular:
cuando parecía más excitado, mi pene se contraía con una pequeña punzada; en
esas ocasiones, por lo menos, podía fingir que el acto se había consumado.
Un
par de ocasiones no obtuve erección. En una pude disculparme, porque trataba de
hacer el amor en un auto compacto. Teníamos un mes de salir juntos. Como ya
sosteníamos relaciones, la excusa más o menos funcionó. Se portó comprensiva,
aunque sin dejar de externar su molestia.
La
otra fue muy frustrante. Recuerdo que al apagar la luz, el peso de la
responsabilidad, la sobreexcitación tal vez, me aplastó en forma definitiva. La
acaricié y estimulé con el dedo un buen rato sin que pasara nada. Fue terrible,
porque se marchó escandalosamente, dando rienda suelta a su enojo.
Este
tipo de experiencias me hacían soñar contigo. Los sueños se referían
nítidamente a la suma de dudas y temores que me hostilizaban.
Recorría la escuela donde te conocí. Estabas en uno
de los salones, completamente sola; me senté junto a ti y comencé a
acariciarte. A lo lejos veía derrumbarse sin estrépito el edificio donde
vivías.
Te invitaba a salir del salón y recorríamos juntos
la escuela, también vacía. Me preguntaste apenada por el baño; sonreí y
caminamos por una amplia escalera, mientras describía con palabras emocionadas
el inmueble, los patios y los jardines. Al llegar al segundo nivel un hombre
nos impedía el paso. "Lo siento -nos dijo- pero el consejo está
sesionando". Volteaba a mi izquierda y veía una veintena de hombres
sentados en butacas, todos en perfecto orden, escuchando a otro, que los
arengaba agitando una bandera rojinegra. "Es que ella quiere entrar al
baño", dije en tono confidencial. "Lo siento -repitió- el consejo
está sesionando, pero en aquel rincón puede orinar.
Nos dirigimos a ese lugar; levanté una cortina
negra, con la cual nos tapamos. Te acuclillaste mientras descubrías tu vientre
impúber. De la vulva salía un débil chorro de orina que se proyectaba hacia mi
entrepierna; yo también me había acuclillado y te tomaba por los muslos. Tu
rostro tenía una expresión demente, que oscilaba entre el terror y el placer
sádico. Entonces advertí, en la confluencia de tus muslos, un falo diminuto y
desprovisto de vello, como el pene de un bebé.
En
ese momento desperté llamándote a gritos; tenía la barbilla apretada contra el
pecho y mis manos estrujaban mis muslos.
Un día regresé a la calle de mi adolescencia. Miraba los edificios sin darme cuenta por dónde
caminaba; era mediodía y no deseaba volver a casa, así que el encuentro fue
obligado. Me saludaste efusivamente, casi gritando mi nombre. Tu actitud
desenvuelta me sorprendió; parecía como si nunca hubiese pasado nada entre
nosotros, y ahora comprendo que tenías razón.
Preguntaste
acerca de mis estudios, de mis nuevas aficiones; respondí evasivamente, porque
quería que me hablaras de ti, de todo lo que habías hecho en mi ausencia.
¿Tenías pesadillas, problemas sexuales, frigidez acaso?
Afligida,
sólo comentaste que te había ido mal. Me llamó la atención tu vestimenta, un
tanto extravagante, y cierto exceso de maquillaje. Habías andado a la deriva,
buscando empleo, hasta colocarte en el mostrador de un almacén; ahí conociste
al que fue tu pareja un tiempo y que, a decir tuyo, era un mantenido. Yo
entendí que la cosa iba por otro lado y te ofrecí dinero. Aceptaste de
inmediato, con la promesa de darme tu nueva dirección.
Volví
a verte dos o tres días después, con la misma ropa pero sin un gramo de
maquillaje. Te invité a mi departamento. Ese tipo de visitas no eran
frecuentes, dada mi peculiar afección.
Nos
sentamos en el suelo a beber una botella de algo que parecía ron. Bebimos tanto
que ni sentados podíamos sostenernos. Empezamos a recordar varias cosas
ridículas, incluido nuestro fugaz noviazgo.
Tratando
de desvestirte hice nudo tus ropas. Por tu parte, me quitaste la camisa a
jirones. El baile escolar. Abrazados en
un extremo de la pista. Mientras reíamos, te tomé por la barbilla y miré
detenidamente tus ojos; de cerca parecías muy joven, como cuando te conocí. Fingiste saber lo que hacías al atraerme
hacia tu cuello. Estaba totalmente fuera de mi voluntad el deseo, la
necesidad de tocarte. Pasé la mano por todo tu cuerpo, como si tratara de
reconocerlo, y me entretuve jugando con tu vello púbico, que era casi una
sombra. Nuevamente en el almacén de cajas
de embalaje, otra vez adolescente. Un leve ardor en el glande, una comezón
cercana al dolor, prolongó mi orgasmo.
Aquélla,
la primera, fue quizá nuestra experiencia más agradable. Nos seguimos viendo,
aunque cada vez con menos gusto. Un hecho dio al traste con nuestra relación:
saber que practicabas algo así como una prostitución ocasional, acostándote con
algunos amigos y pidiendo dinero prestado que jamás devolvías. Te sorprenderá,
pero mi primera reacción fue reír a carcajadas.
Cuando
lo supe, exigí que me aclararas la-clase-de-vida-que-llevabas, pero al negarte
a hacerlo, pronuncié palabras definitivas, precisas. Sé que te ofendí y que no
tenía ninguna razón de hacerlo. Lo reconozco: fue un acto de terrible cobardía
de mi parte. Esa fue la última vez que estuvimos juntos y saliste del
apartamento sin decir una palabra.
Casi te había olvidado y casi superaba mis problemas de impotencia cuando supe que trabajabas
en un burdelillo que alguna vez visité de joven. Algo de coraje, de odio quizá,
me incomodaba, me golpeteaba la sesera en forma persistente cada vez que te
recordaba.
Una
noche, al calor de las copas, me armé de valor y decidí buscarte. El burdel era
una covacha inmunda, una vagina pestilente a sudor añejo y cigarro, con
entresijos de yeso desconchado; abriéndome paso entre un par de tipos
aburridos, llegué a una mesa en la que una prostituta bebía un falso brandy.
Era notoria mi presencia, pues nadie hubiera ido solo a ese lugar.
Aunque
iba a buscarte, no podía preguntar por ti hasta haber examinado la situación,
así que me acerqué a la putilla de la mesa, imitando lo mejor posible a
cualquiera de los parroquianos. Ella tenía un montoncito de fichas que jugaba
sobre la mesa de lata.
Me
sentí incómodo. Había puesto en mi vestimenta un cuidado que ahora me parecía
excesivo. Los que me rodeaban no iban mejor vestidos que si hubieran ido a
trabajar: la mayoría me parecían obreros y empleados de segunda.
-Invítame
una copa -dijo.
-Pídela.
La
puta de la mesa de lata era una mujer de cuarentaitantos años, olorosa a sudor,
perfume a granel y alcohol, combinación que, curiosamente, no me parecía
desagradable. No era difícil imaginar que su disponibilidad se debía a su nariz
ganchuda, sus pómulos prominentes y una plasta de maquillaje que la convertía
en una verdadera máscara. Uno de sus ojos bizqueaba hacia el rabillo, dándole a
su mirada un aire demencial.
-...
no creas que vivo de esto. En mis ratos me dedico a vender Avon y los fines de
semana vengo acá, para completar el gasto. Pero también me gusta venir porque
conoce uno gente muy padre. ¿No habías venido antes?
¿De
qué rayos hablaba? Me podía atribuir el descubrimiento de la prostituta más
desangelada del planeta. No solo era horrible, sino que hilaba estupideces con
pasmosa habilidad.
-No.
Y la verdad es que vine a buscar a alguien, no sé si tú me puedas ayudar...
-Claro,
mi rey. Invítame otra copa y después nos arreglamos.
Durante
esta charla insulsa, la putilla no había dejado de juguetear con las fichas
sobre la mesa. Lo hacía en forma ostentosa, como si quisiera dar a entender que
llevaba largo tiempo fichándome. Lo que acabó por irritarme fue que creyera que
yo quería solicitar sus servicios sexuales y, peor aún, que estuviera dispuesto
a pagarle por ello. Tuve que contenerme para no insultarla.
-Estás
mal, nena. Busco a una amiga, una chava morena, alta. Se llama Gabriela. ¿No la
conoces?
El
efecto de mis palabras fue maravilloso. Tomó las fichas y las puso en su
monedero. Con displicencia que trataba de ocultar su desilusión, señaló a una
mujer más joven y menos desagradable, cuyas facciones me hicieron recordarte.
-Pregúntale
a ella.
Entonces
comprendí que el tiempo y la mala vida pueden desafiar al mejor fisonomista:
eras tú, irreconocible bajo un desastroso aspecto, presagio de tu cadáver.
"Claro que sé perder", exclamaba una rocola. Te hice una seña para
reunirnos en la barra. Pedimos un par de cervezas y nos miramos en silencio.
Luego preguntaste qué había hecho durante esos años. "Soñaba
contigo", contesté, lo que era casi una confesión de amor.
Ensayé
algún eufemismo para preguntarte por qué estabas ahí. Entonces me abrumaste con
anécdotas que he oído en boca de otras prostitutas: imaginarios amoríos,
oportunidades desaprovechadas, incumplidas promesas matrimoniales. "Hoy te
vas tú, mañana me iré yo", hacías coro a la rocola.
Me
eché a reír de tus invenciones y comenzamos a discutir: reclamabas en un tono
tan airado que tuve que tomar tu muñeca y llevarte a la calle. El aire de la
noche no te tranquilizó, vociferabas totalmente fuera de ti.
Escuché
a mis espaldas una voz que me pedía dejarte. El hombre era más bajo que yo y
parecía ebrio. Vestía con desagradable afectación, como ostentando su condición
de vividor.
Juro
que sólo me defendí. Reñimos en un callejón contiguo al burdel, al fondo del
cual vi una sombra desconcertante. Recuerdo el ruido de su caída sobre la
acera, su gesto estúpido al chocar con el piso lodoso; yo estaba ebrio también
y no tenía conciencia de lo que hacía. Traté de alejarme del lugar, dejando al
tipo tirado en medio de la calle, pero la sombra del fondo del callejón me
cerró el paso. Era una patrulla. Desde el interior, un policía me apuntaba con
un máuser.
-¡Este
hombre -grité- trató de robarme!
Nos
detuvieron a los tres. Tú seguías gritando y pataleando; incluso, me pareció
que arañabas el rostro de un policía.
Ya
en el auto, la noche era diferente. Miraba tranquilo correr las calles a los
costados de la patrulla.
Llegamos al sórdido edificio de la demarcación de policía, donde algunos uniformados parecían
celebrar una fecha especial, brindando con tequila. Había varias mesas de
alquiler y botellas y vasos desechables sobre éstas. La mayoría de los convidados
se habían retirado.
Expliqué
a los policías quién era, dónde trabajaba y les di el dinero que me sobraba.
"Y otro tanto si me ayudan". Los que nos detuvieron te llevaron junto
con el tipo a los separos, mientras me señalaban el camino de la enfermería.
"El señor no está en calidad de detenido", advirtieron. Un médico
somnoliento y una enfermera bastante bien formada extendieron un papel en que
se advertía el grado de ebriedad y lesiones sin importancia.
Como
no había llegado el agente del ministerio público, un policía me señaló un
separo para pasar la noche. Por un momento pensé que sí estaba detenido y los
policías trataban de engañarme. Confundí mi miedo con el frío intenso de la
madrugada. Con gran esfuerzo, luego que mi custodio corriera el pasador de la
puerta, logré quedarme dormido.
Tú o la enfermera (una combinación de ambas) estaba
sentada en un balcón situado por arriba de mi cabeza; para llegar a ti (o a
ella) había que cruzar un foso mediante un puente de piedra. Subí los peldaños
con cuidado y al llegar al final de la escalera noté que una víbora enroscada
cerraba el paso. Estuve a punto de pisarla y detuve el pie en el aire. En ese
momento la serpiente elevaba la cabeza y abría su boca de pesadilla.
Cuando se lanzaba para morderme, una niña cadavérica
tomó al animal con cuidado, como si fuera un gato. "Mira -me decía- es mío
y me gusta mucho. A ti también te tiene que gustar". Se acercó a mí,
ofreciéndome el animal, mientras yo trataba de eludirla. Su rostro era
repugnante; sus brazos, descarnados. Lleno de ira ahorcaba a la niña y casi la
había decapitado cuando el miedo y la angustia me inmovilizaron: la víbora
había trepado por mi cuerpo y me constreñía. Tomándola desesperadamente por las
fauces la aplasté tan fuerte como pude. La última imagen que retengo es la de
su cabeza destrozada y su lengua bífida, todavía amenazante.
Cuando
desperté estaba rígido, paralizado. "Este es el delirium tremens",
pensé. Toda la noche se escucharon gritos, gemidos, y había un movimiento
excesivo en los pasillos.
De
donde se encontraba el baño, según supe después, provenía un diálogo
entrecortado.
-¿En
qué trabajas güey?
-Soy
padrote, mi jefe.
Un
golpe seco.
-¿Qué
trabajo es ése, hijo de la chingada? ¿No te da pena ver a tu vieja tuberculosa?
Otro
golpe.
Y
del fondo del pasillo surgía un bullicio más propio de una fiesta que de una
cárcel. Varios hombres reían. Entre sus voces me pareció escuchar algún gemido,
tal vez tuyo.
Al
asomarme por el postigo, un policía me tapó la vista con su rostro.
-Mejor
duérmase, amigo, no hay nada que ver.
Traté
de dormir, a pesar del frío y del ruido. Pero los gritos de "fuga,
alerta" me volvieron a despertar.
Eran las cinco de la mañana. Los detenidos hacían la fagina, es decir, barrían la celda y la
limpiaban a cubetadas. Alguien reclamó porque yo no hacía nada. "El señor
no está detenido", dijo el celador. Me sentí un personaje. Después los
llevaron al baño para el aseo; se ducharon con agua fría y les dieron
periódicos para secarse, de manera que después de eso quedaron tan sucios como
antes.
Salí
del cuarto hacia un breve pasillo, donde cruzaron un par de camilleros.
"¿Qué pasa?", pregunté a un policía. "La puta que venía
contigo", respondió con una sonrisa que no supe interpretar. "Parece
que se ahorcó". El suelo se abrió a mis pies, la inspección comenzó a dar
vueltas.
-¿Y
el padrote al que detuvieron? -inquirí.
-Se
trató de fugar y se mató. Ahí está.
Pasamos
fugazmente frente a la camilla. Tu protector y mantenido tenía deshecha la cara
y el cuerpo, lleno de moretones.
-¿Se
trató de fugar desnudo? -pregunté. El policía me fulminó con la mirada.
-Ése
no es asunto tuyo.
Por
error, me presentaron primero como detenido. Aclaré mi calidad de acusador y di
mi versión de los hechos, mientras reelaboraba lo ocurrido en la noche, que ya
era la madrugada, e imaginaba a los que me rodeaban unas veces como policías,
otras veces como asesinos. De esas divagaciones me sacó la voz del comandante.
-¿Reconoce
usted a esta mujer?
En
otra camilla estabas tú, muerta, cubierta por una manta, sucia, entre otras
cosas, de tu propia sangre. Tu improvisada mortaja dejaba al descubierto tu
cabeza y tus pies descalzos. La sorpresa casi me hizo vomitar. Un persistente
dolor me recorrió de la cabeza al estómago.
Tenías
parte de la lengua entre los dientes y sangre en el labio superior, algunos
coágulos en las fosas nasales, un par de moretones en un pómulo y una
inflamación generalizada en todo el rostro.
Era
tan marcado esto, que parecía que la cabeza se te hubiera desprendido del
cuerpo. El flash de una cámara me volvió a la realidad.
-No,
nunca la había visto.
Me
sentí mareado y atosigado por las voces de los policías y los ruidos lejanos.
Miré inquisitivamente al hombre que me interrogaba. ¿Dónde lo había conocido?
Su voz era lenta, sus ojos vidriosos. Mentalmente bajé la escalera y abrí la
puerta con cuidado, hasta llegar a la avenida. El día que te mataron. Tu
cadáver tendido. Un policía me ofreció un vaso de tequila.
-Salud
-me dijo.
Mi
mente volvió al momento de la riña. Estaba otra vez sintiendo la ira súbita, el
frío de la madrugada. Reconstruía la escena y trataba de alterar la
circunstancial decisión que me había llevado hasta allí.
-Salud
-le contesté.
Salí
de la inspección cuando amanecía, con una sensación de alivio que me llevó a
caminar por calles anónimas. No reconocí la mañana ni la luz oblicua del sol.
El menor ruido me hacía temblar y la menor simpleza me hacía reír. Sin saber
cómo, me encontraba ya frente a los brazos maternales de mi casa.
Desde tu muerte, no he vuelto a soñar. Lleno de temor, espero que llegue la noche para que
el dormir me sorprenda y me envíe, sin el menor descanso, a la mañana
siguiente.
Ahora
extraño mis sueños, que poco a poco olvido. Añoro su aparente incoherencia, su
expresión de deseos inconfesables, el desahogo que le proporcionan al ser
reprimido que todos albergamos. Los repaso mentalmente, aunque a diario pierdo
detalles de los mismos.
El
último, por el contrario, lo retengo con nitidez. Al salir de la demarcación
pasé la tarde tratando de tranquilizarme. Tomé un par de copas y vi un rato la
televisión, que no logró limpiarme por completo la mente. Aún nervioso, me
dirigí a mi recámara. Oscurecía cuando el cansancio y tal vez el miedo me
vencieron.
Trataba de entrar a una habitación con aspecto de enfermería.
Caminé por un pasillo hasta un cuarto, en donde una mujer inyectaba a un niño
desnudo, que lloraba desconsoladamente. Sentí el dolor de la penetración de la
aguja en mi pierna.
-Yo soportaría que me arrancaran la mano -dije- pero
jamás que me inyectaran.
Los que se encontraron ahí me miraron con extrañeza
y entonces me di cuenta de que no los conocía. Era como si estuviera viviendo
el sueño de otra persona. Nada de lo que ocurría ahí me importaba.
Un hombre asustado se negaba a continuar auscultando
al niño. Lo tomé por el brazo y salimos hacia una esquina concurrida, en que un
grupo de curiosos parecía rodear a un accidentado. Me pareció que se trataba de
la misma gente del hospital.
Entendí que era el médico forense. Se abrió paso
entre el tumulto; sin saber por qué comencé a reír, pero con una risa que no
era normal, sino que pretendía ocultar mi miedo. En el suelo estaba tendida una
mujer cubierta por una manta, una mujer de la cual sólo eran visibles la cabeza
y las piernas. "Levanten esa túnica o manta o lo que sea", decía el
doctor en su nerviosismo, mientras yo reía de miedo. Bajo la manta sólo se
encontraba la cabeza limpiamente arrancada a una mujer increíblemente vieja.
Esa mañana, después de desayunar, leí sin sorpresa una brevísima nota con que el periódico
daba cuenta de tu muerte. La releo entre líneas, reconstruyendo mentalmente los
hechos y tratando de adivinar por qué tendrían que matarte:
"El
pasado viernes, a las 23:30 horas, aproximadamente, fue encontrado el cadáver
de una prostituta de aparentes cuarenta años de edad, la cual utilizó sus
medias para ahorcarse. El cadáver colgaba de la celda donde fue recluida.
Elementos
de la Dirección de Seguridad Pública indicaron que fue detenida por encontrarse
escandalizando, en completo estado de ebriedad, en el tugurio llamado
"Marabú", en la zona de tolerancia conocida como El Corralón,
agrediendo a uno de los concurrentes e incluso lesionando a quienes trataron de
detenerla. Indicaron además que la policía auxiliar de la zona de tolerancia la
puso a disposición del juez calificador, quien la sancionó con un arresto de 24
horas en las celdas de la demarcación central de policía, donde la infeliz, por
motivos desconocidos, decidió quitarse la vida ahorcándose con sus medias.
Agregaron que la detenida dijo llamarse Gabriela López C., pero dicho nombre
resultó falso, ya que los familiares de la auténtica Gabriela dijeron no
reconocerla como tal. Hasta el momento su cadáver no ha sido reclamado".
El
periódico, extrañamente, no se refería a tu acompañante, muerto esa misma
noche. Me pareció un pudor excesivo e injustificado, o un error del reportero.
Recorté la nota con las manos y la guardé en un cajón, donde conservo todo lo
que me queda de ti. Pero es tan poco que ni siquiera alimenta mis pesadillas y
me ahogo en noches carentes de sueños, lagunas de aceite quemado, extensas
charcas de sangre coagulada.