Fuga, alerta


ESE GRITO SIGNIFICA QUE HA LLEGADO UN NUEVO HUÉSPED. En este caso, tú, el detenido, un infeliz padrote que regenteaba a una puta de mala muerte. Casi nadie, pues. El lugar en que te encuentras (la celda) se llama leonera; tú sabes, cuando algo apesta decimos que huele a león. Ahora estás en el vientre de la leonera.
-¡Ya parió la liona!
Primero los guardias te llevan al baño. Igual que antes te metieron a empujones, ahora te sacan con violencia. No te importa. No es la primera vez que estás aquí, crees que no será la última. Los madrazos son parte de tu vida.
Han llegado tus calentadores. Son tres hombres con aspecto inconfundible de policías, aunque vestidos de civiles. No los conoces, pero sabes que el más joven de ellos, un desgarbado flaco con bozo, en vez de bigote, no es verdaderamente agente de la policía judicial, judío, como les dicen, sino madrina, esa especie de ayudantes irregulares, a veces aspirantes a policías, a veces aprendices de rateros. Te miran con indiferencia, cruzan miradas de acuerdo y uno de ellos se adelanta. Parece el complemento del madrina: gordo rebosante, tiene su enorme nariz cubierta de granos. Sus ojillos enrojecidos apenas se distinguen entre sus párpados abolsados. Éste, que evidentemente es el jefe del grupo, hace una seña con la mano extendida, como si levantara algo muy liviano. Entiendes y comienzas a desvestirte. Por una ventana pegada al techo, adviertes una luz oblicua que cruza el baño por encima de tu cabeza. Es la luna y es medianoche; te quedan apenas unos minutos de vida. Pero tú no lo sabes.
Fingen interrogarte. Te preguntan cualquier cosa, sólo por tener algún pretexto para golpearte.
-¿En qué trabajas güey?
- Soy padrote, mi jefe.
Un golpe seco.
-¿Qué trabajo es ése, hijo de la chingada? ¿No te da pena ver a tu vieja tuberculosa?
Otro golpe.
Es aquí, en el baño, donde comienza tu fuga, sin que lo sepas. Cálmate. No demuestres que estás asustado. Escuchas la voz del agente, lenta, rasposa, distorsionada por la droga o por alguna enfermedad. Del fondo del corredor llega nuevamente ese grito.
-¡Ya parió la liona!
Los judíos continúan implacables su labor. Una calentadita, dicen. Sientes primero el calor instantáneo del puñetazo, el adormecimiento que se extiende por tus músculos, y luego el dolor. Más golpes y más golpes. Ya párenle ¿no? Para calentadita, ya estuvo bueno. ¿Por qué siguen golpeándote? Por fin te cae el veinte, por fin te das cuenta de lo que pasa. Aunque apenas puedes sostenerte por la golpiza, te quedan fuerzas para evaluar tu situación. Después de muchas sumas y restas mentales, llegas a un resultado: "ya me cargó la chingada".
Ahí mismo, en el baño, los agentes te meten al pocito, un tinaco de agua helada en el que simulan ahogarte. Tus músculos golpeados se acalambran y el dolor de tus pulmones te hace pedazos, pero en esta ocasión nada va a salvarte, porque estos hombres no buscan hacerte confesar, sino castigarte. Finalmente, un tanto aburridos, te sacan del pocito. Ahora es tu propio cuerpo el que hará el trabajo: te regresan a la celda y te dejan recargado en un rincón para que madures, para que tus músculos se entumezcan, para que disminuya la adrenalina de tu sangre y te duela hasta el alma, hasta el culo. Reconócelo: saben su oficio.
Un largo silencio, que sólo interrumpe tu tos. Después, un grito.
-¡Uno... Alerta!
Las doce. Ha comenzado la vigía en la torre más lejana, la que se encuentra cerca de la salida. Ahora tiemblas de frío. De una torre a otra, los veladores se gritan para comprobar que cada uno está en su sitio. La cárcel casi subterránea. La noche helada.
-¡Dos... Alerta!
Tal vez fue convento o cuartel o tal vez siempre fue cárcel. Como sea, una negligente remodelación la ha convertido en un laberinto que de noche proyecta una sombra irregular sobre las baldosas grises del patio.
-¡Tres... Alerta!
La celda (el separo, como le dicen) tiene dibujos. Viejísimos. Se podría pensar en una cárcel para niños, por las letras torpes y los dibujos infantiles en las paredes. Pero la verdad oficial es que esta leonera no existe, sólo se emplea en casos como el tuyo.
-¡Cuatro... Alerta!
Pasas la vista por las paredes, pero sin verlas. Piensas y repasas la causa de tu encierro y de tu muerte inminente. ¿Por eso? Claro que no, por eso no matan a nadie. Acuérdate. Llegaste a los separos y cuando quisieron meterte a empujones, golpeaste a un policía. A un agente. Te pasaste de lanza, pendejo.
Sí, te van a poner en la madre. Hoy mismo. Lo difícil es creer que hace un instante estabas vivo, podías ir y venir y tal vez hacías planes para mañana. Pero te agarraron. Golpear a un policía. A un judicial.
La puerta está abierta, ya lo sabes. Si fueras listo te quedarías aquí, a morir de pulmonía. Pero te da lo mismo morir de una cosa o de otra y sales a cumplir con el ritual.
Sudas. Empiezas a balbucir el frío, a ver cómo se desbarata el pasillo, la puerta, las paredes. ¿Dónde estás? Caminas alucinado y desnudo por el laberinto de pasillos y calabozos. Te cubres con tus brazos y tratas (sin conseguirlo) de encontrar una salida. Unos policías se acercan y al llegar a ti se desvanecen. Oyes voces de gente muerta y pasos en los techos y las paredes. Tienes las manos crispadas, te entierras las uñas en las palmas de las manos, te arrancas parte de la piel y no sientes nada. Sólo el calor... ¡Sí, la fiebre! Respiras lumbre, la cara se te incendia y enormes manos calientes te oprimen el pecho. Voces y ruido de pasos se acercan, vienen del torreón, que ahora está a tus espaldas.
-¡Fuga, alerta!
Ya llegan, son tres; tal vez los de hace rato. Hace rato...
En el barandal más alto, enfermo, desnudo, dolorido, gritas implorando por tu vida. Los hombres te toman de las axilas y te avientan de cabeza contra el patio de la cárcel. En la caída escuchas una voz, que será la última.
-¡Fuga, alerta!
La cárcel proyectaba su sombra irregular sobre las piedras grisáceas.

Los traidores


NI LOS PLACERES DE LA SANGRE NI LOS CADÁVERES RESECOS que se amontonan en el clóset ni los refinamientos sexuales de mi actual compañera, han logrado que disminuya mi nostalgia por el sol y por mi rostro, ninguno de los cuales puedo ver. Lo acepto de buen grado como un castigo por mi traición y sabiendo que es un hecho irreversible, expío resignado mi sentencia, en espera de la redención de mis culpas.
El conde y su esposa ya no eran los anacrónicos propietarios de un castillo. Tenían un hermoso departamento en la mejor zona de la ciudad y una bien ganada reputación de anfitriones: sus fiestas se extendían hasta la madrugada, entre el baile, las copas y las bromas ocurrentes de la delicada condesa. En una de esas veladas los conocí: desde el primer momento quedé fascinado por las maneras deliciosas de la condesa y por su piel casi transparente. Urdí rápidamente un plan y comencé por ganarme la amistad del conde.
Ya en confianza, me contó de sus innumerables achaques y de los estragos que le provocaba la nueva iluminación, con arbotantes que imitan la luz diurna. Me mostró una serie de quemaduras que había recibido bajo tales artefactos. El otrora temible vampiro, era sólo un infeliz hemofílico que se refugiaba del sol en su recámara. También me pidió que solicitara varios litros de su exótica sangre durante la campaña de donación de la Cruz Roja nacional. Ante tal ingenuidad, consideré un hecho que la apetitosa condesa sería mía en poco tiempo.
Cada uno de sus ataúdes tuvo un papel específico dentro de mi trama: en uno estaqué al conde, en el otro violé a la lánguida condesa. El asombro y lo estrecho del recinto la obligaron a recibirme.
A la sorpresa siguió la aceptación: la novedad de un cuerpo tibio, en contraste con la helada presencia del conde, acabó por aficionarla a mi compañía en las noches de desvelo y en los días de pasión. Ella, por su parte, era la compañera ideal de parrandas nocturnas. En los cabarets y salones de baile lucía como un trofeo a mi pálida acompañante.
Lo único cierto es que ella comenzaba a hacerse imprescindible para mí. Me había enseñado las minucias aprendidas en siglos y podía provocarme con sus colmillos, siempre en los lugares más inesperados, sensaciones apenas comparables al orgasmo. A su vez, me pedía que practicara con ella una curiosa forma de cunninlingus que incluía una apasionada mordida.
Un día me despertó el ardor de la luz del sol en mi piel. Creí haberme quemado la cara y corrí hacia el espejo; entonces vi mi ropa vacía flotando ante mí, como colgada de un gancho. Pensé: “es mi castigo. Es tanta mi vergüenza por haber engañado al conde, que no puedo verme a la cara”.
De esta manera súbita abandoné mi condición de mortal y me sumé a la selecta familia de los vampiros. Con absoluta falta de previsión, no guardé ninguna fotografía mía y diariamente olvido parte de mi aspecto.
Hay cosas que detesto de mi nueva condición. Mi gusto por la comida condimentada ha desaparecido y ahora huyo ante el olor de los ajos: la dieta específica de sangre humana ha destruido mi paladar de exigente gourmet. Pero lo que más extraño es el sol. Una vida eterna es por sí misma insoportable, pero sin luz solar, es una pesadilla. Todos los objetos se me presentan en tonos de gris y las sombras, en un violento blanco y negro, en vez del suave claroscuro. La leyenda no atribuye al vampiro el radar de los murciélagos, así que vago desorientado por barriadas inmundas, en busca de comida.
Para divertirme, practico una actividad que no pertenece al canon cinematográfico del vampiro, que todos saben de memoria: ahora invierto las infinitas horas de que dispongo en absurdas disecciones que practico a los cadáveres de mis víctimas, invento máquinas de tortura que jamás construiré y trato de satisfacer el desmedido apetito sexual de la condesa.
La gélida pasión de la condesa, que al principio me atrajo y ocasionó mi caída al mundo de los vampiros, es para mí una forma más de martirio. Insaciable, discurre extravagantes posiciones que si en una cama serían difíciles, en un ataúd resultan un reto para el mejor de los contorsionistas.
Cuando los remordimientos me atosigan, me detengo a observar el cadáver acartonado del conde, que es una pieza de ornato en la casa de nosotros, los traidores; aún más, es la prueba de la traición, del momento en que rechacé su amistad a cambio del dudoso honor de aniquilarlo. Su rostro momificado parece sonreír, como si supiera que en el pecado llevé la penitencia. En vez de sentir lástima por él, lo admiro: fingió simpleza para que ocupara su lugar, que nadie envidiaría. De esa forma, evadió la prisión perpetua a que lo había condenado la ninfómana condesa.
A últimas fechas, casi todas las reuniones organizadas por la condesa me aburren. Acaso la más reciente velada se distinga del resto, por la presencia de un jovenzuelo impertinente, que trató de retener la atención de la anfitriona. ¡Qué obvio, qué brutales sus arrestos de conquistador! Lo vi con más pena que coraje, por su triste exhibición de falsa sagacidad. Pienso que tal vez yo era tan estúpido, tan evidente, como hoy se comporta él.
He permitido que se acerque a mí y he dejado que crea que me engaña con sus torpes escaramuzas. Podría desgarrarlo de un zarpazo, trozarle la yugular con un pequeño mordisco. Pero no lo hago. Lo tolero como un gato consiente a un ratón, lo cultivo como a un animal de un hato de ganado, mientras espero el momento en que, creyendo traicionarme, me libere de mi eterno martirio, de mi remordimiento inacabable.